martes, 16 de abril de 2013

La poesía me libera.

Recientemente he tenido el placer de que cayera a mis manos un ejemplar de un libro de antología cuyo nombre es algo así como "Bicentenario de la poesía argentina" o algo por el estilo. Lo cierto es que está en lo de mi suegra y es uno de esos mamotretos rectanguloides que de tan grandes, se pueden usar para equilibrar el Mundo Disco. Pero a pesar de su tamaño, tiene la virtud inmejorable de contener poesía entre sus páginas, por lo que cualquier deformidad material se le perdona muy rápidamente.

Leyendo las poesías de los diferentes autores argentinos, me encontré con la inmensidad misma. Rimbombante declaración la mía, pero es cierta. Pocas veces me sentí tan pequeña como cuando leo poesía. Aunque me siento obligada a aclarar que no toda poesía causa ese efecto en mí, sino únicamente la que es buena. Porque el que unas palabras rimen entre sí no las transforma en poesía.

Uno de los poetas que más me gustó, al menos, tomando en cuenta la pequeña muestra que había hecho la antología, fue Leopoldo Lugones. Me hubiera gustado que me hagan leer más poetas en la escuela secundaria. Que me hubieran hecho leer más cuentos.

Hay una orfandad de poesía en este mundo que es terrible. Hablamos de lo obvio, usamos las palabras concretas y cuando pretendemos darle algo de vuelo a nuestro discurso, nos faltan palabras. Yo misma me estoy transformando en una especie de spanglishosa que recurre constantemente a categorías conceptuales del inglés, y que además, posee cada vez menos tiempo para leer por culpa del reino de las imágenes que tan instalado está en nuestras horas cotidianas. ¡Maldito Facebook!

Pero para los que resisten y aman la poesía, ahí va una muestra.



La blanca soledad

Bajo la calma del sueño,
calma lunar de luminosa seda,
la noche
como si fuera
el blanco cuerpo del silencio,
dulcemente en la inmensidad se acuesta.
Y desata
su cabellera,
en prodigioso follaje de alamedas.

Nada vive sino el ojo
del reloj en la torre tétrica,
profundizando inútilmente el infinito
como un agujero abierto en la arena.
El infinito.
Rodado por las ruedas
de los relojes,
como un carro que nunca llega.

La Luna cava un blanco abismo
de quietud, en cuya cuenca
las cosas son cadáveres
y las sombras viven como ideas.
Y uno se pasma de lo próxima
que está la muerte en la blancura aquella.
De lo bello que es el mundo
poseído por la antigüedad de la Luna llena.
Y el ansia tristísima de ser amado,
en el corazón doloroso tiembla.

Hay una ciudad en el aire,
una ciudad casi invisible suspensa,
cuyos vagos perfiles
sobre la clara noche transparentan,
como las rayas de agua en un pliego,
su cristalización poliédrica.
Una ciudad tan lejana,
que angustia con su absurda presencia.

¿Es una ciudad o un buque
en el que fuésemos abandonando la tierra,
callados y felices,
y con tal pureza,
que sólo nuestras almas
en la blancura plenilunar vivieran?...

Y de pronto cruza un vago
estremecimiento por la luz serena.
Las líneas se desvanecen,
la inmensidad cámbiase en blanca piedra
y sólo permanece en la noche aciaga
la certidumbre de tu ausencia.

(Leopoldo Lugones, "Poemas", Red ediciones S.L., 2011)