lunes, 10 de septiembre de 2012

La muerte de un hombre

¿Qué significa, en definitiva, la muerte de un hombre? ¿Qué puede significar para los que deja atrás? Un hombre puede ser hijo, padre, esposo, amigo, amante, compañero, o desconocido. La muerte de un hombre, aún un desconocido, puede tener un efecto poderoso sobre los que siguen vivos. Porque es algo definitivo. Porque es algo que recuerda la propia endeblez, o finitud.
Obviamente que en los casos de un hijo, un padre o un amigo la muerte golpea. Golpea la total irreversibilidad del asunto. Los deudos lloran porque ya no tendrán más la presencia del ser querido. Sólo les quedarán los recuerdos, y a veces hasta dependerán de las fotografías si quieren recordar su rostro. Porque el tiempo, inexorable al igual que la muerte, se roba hasta las imágenes del depositario de nuestro amor.
Pero en otros casos, en los que se muere un desconocido, o un compañero de algún ámbito de esos en que se desenvuelve nuestra vida por obligación o conveniencia, al cual apreciamos, tal vez, pero no amamos... en estos casos, ¿qué nos causa la muerte? ¿Apenas un "uy, la pucha"? Supongo que puede despertar piedad. Piedad por la familia del muerto, por los que lo aman y sufrirán su ausencia. Pero también puede despertar algo más.
Lo voy a ilustrar. Esto en realidad, no es una filosofía abstracta y descolgada, o producto de un éxtasis religioso. Es una experiencia propia, dolorosa. En la calle en que yo vivía, había un señor bastante mayor que dormía sobre un paupérrimo colchón y pasaba el día en esa calle. Eventualmente me mudé a la casa en la que estoy ahora, y dejé de verlo todos los días, por lo que ya no me ocupé más de preguntarle cómo estaba, o si necesitaba algo, o si había comido. Hace dos días se murió. La policía fue, hubo una especie de revuelo. Y al día siguiente, ya no quedaba nada. Ni una huella del hombre o de sus cosas. Una quietud bañaba la calle. Una quietud que en realidad era una ausencia. Su ausencia.
Y me encontré pensando: "ahora está mejor". Pero lo cierto es que yo sé que le fallé. Ese hombre murió solo, vaya a saber si de frío, de viejo, de cáncer, o de qué. Y yo no lo ayudé, no mandé a nadie a sacarlo de ahí ahora que hace tanto frío, no llamé a la iglesia del barrio para que se hagan cargo, no le procuré un mejor vivir, no estuve ahí cuando murió.
Y no es que no pueda escudarme en que no es únicamente mi responsabilidad. Es que no quiero hacerlo. Hay un momento para todo: un momento para ser joven y divertirse, y un momento para hacerse adulto. Y es parte de la adultez asumir la responsabilidad que a uno le toca, independientemente de la que le toque a los otros. Es que en estos casos, en los que el anonimato de la gran ciudad escuda a todos, y las grandes responsabilidades del Estado también, porque es innegable la responsabilidad del estado de velar por el bienestar de los suyos, pareciera que se diluye la responsabilidad propia en todo el asunto, pero en realidad no es posible hacerla desaparecer. Yo tuve la ocasión de ayudarlo y no lo hice. Que no lo haya hecho el resto de la gente ni el estado en ninguna de sus expresiones no me disculpa, no me quita la responsabilidad que me toca. Nada me la va a quitar, nadie me la va a quitar, y voy a cargar con esa muerte en la conciencia. Hasta que Dios me perdone y me perdone yo misma.

1 comentario:

Unknown dijo...

Esta entrada durmió mucho tiempo en los borradores, en realidad, esto ocurrió en julio del año pasado, aproximadamente. Creo.